Ya solito me doy yo cuenta de que van a empezar a dejar de hablarme, que les estoy mostrando demasiado mi lado más oscuro. Y no quisiera perder a mis vecinas de escalera. Les reconozco que a veces me pasa como con Wiseman, me llevan a níveles a los que me da miedo acudir (bravísimo apunte, Srta Doe) pero que también les agradezco que me saquen del letargo en el que parece que se empeñan en dejarnos, y en el que sin oponer mucha resistencia nos quedamos. (Me remito ahora a Gornick y su reflexión sobre las cartas, gracias Sra. Racho). Para que vean que soy un cerdo con intereses y las leo.
El caso, que cambio de tercio y les hablo de amor. Que sepan que dentro de lo cerdo que soy, también hay un lado tierno. (para que se hagan una composición, es el que queda entre el lomo y las costillas)
La fórmula del amor
Lana Rįco era una mujer, tan fría y calculadora, que se pasaba el día congelada entre integrales y ecuaciones de segundo grado. Con las de primer grado hacía tiempo que no tenía relación y con la familia, ni se hablaba.
La división se había producido cuando era pequeña.
Su madre se enfadaba mucho con ella e insistía en que las niñas bien educadas dan un beso y un abrazo cuando saludan y se despiden. Pero a ella, eso de los besos y los abrazos le desagradaba sobremanera. Una vez, tanto insistió la madre, que ella, con sus brazos de iceberg, rodeó el cuello de su abuelo y lo dejó tieso y fiambre. Su madre en vez de reconocer que la niña hacía bien en no prodigar sus apretones gélidos, la repudió y le partió el alma en dos tercios.
En el colegio, nadie jugaba con ella, decían que era una borde y la dejaban sola en un ángulo muerto del patio. En la adolescencia, cuando le salieron los senos, los chicos la dejaban helada cuando la besaban, así que acabó yéndose por la tangente cuando se presentaban.
Vivía sola y se alimentaba de las raíces cuadradas que ella misma cultivaba. Por las noches, los dedos de los pies eran cubitos de hielo y tenía que andar con mucho cuidado para que, al caminar, no se diera un golpe, se le fraccionaran y se le cayeran.
Alguna vez le había pasado y con los nuevos dedos, no siempre le servían los zapatos. Sus manos estaban tan frías que en verano se echaba zumos y se los chupaba como si fueran polos. Lo malo era que así congelados eran muy incómodo metérselos en la nariz o consolar su soledad.
Un día, conoció a un luchador de sumo llegado de tierras cálidas que restaba importancia a eso de las presentaciones con besos y abrazos. Sólo él se paró a despejar la incógnita de la mujer fría y calculadora. Le clavó los ojos y la elevó al cubo. Una mueca que parecía de asco, descongeló su rostro.
Multiplicaron la producción de raíces cuadradas y construyeron una casa poliédrica con mil ventanas y cuatro puertas donde vivieron con sus polinomios. Él le calentó los pies y ella le ofreció un amor que tendía a infinito y que mantenía desde hacía mucho enlatado en su corazón frigorífico.
Cuando finalmente se murió y la incineraron, en vez de cenizas quedó un charquito de sopa de pollo hecho muy despacio y que calentaba el alma.
Querida, me hace ud. sonrojar. No sabía yo lo de los pitagóricos, ¡qué irracionales!, matar gente por no guardarles el secreto.
No solo me gusta todo lo que teclean sus pezuñas, manifiesto mi devoción por su ternura. Qué relato pitagórico maravilloso. (Tuve que confirmar que los pitagóricos, descubridores de los números irracionales, obligaban a los seguidores de la corriente filosófica a que mantuvieran ese secreto). Afortunadamente sus textos empiezan a hacerse públicos... Qué acierto lo de esta escalera.