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Un personaje en movimiento.

Queridas Sra, Srta. y también tú primo,


Sé que para llegar a ser escritor he de practicar mucho y también que no soy ni seré la Ferrante. Así que sigo practicando. Aquí un ejercicio sobre un personaje en movimiento. O la descrpción de un personaje a través de sus actos. A ver que les parece, mis queridas críticas.


La maleta


Miró por la ventana. Ya no quedaba gente en la plaza. Se estaba haciendo de noche y la habitación se había quedado en penumbra. Si no salía ya, iba a llegar tarde a misa, pero no podía marcharse y dejar la casa así. Milagros atravesó la sala con pasos decididos y cuando llegó a la entrada se paró.


Le dio al interruptor al lado de la puerta y encendió la luz. Cogió la maleta que les había regalado su madre y que Faustino había dejado en la entrada. Le pasó la mano, acariciándola, mientras recordaba aquella semana en la playa cuando aún se estaban conociendo. Después la agarró con decisión y la llevó hasta la mesa del comedor, donde la colocó para abrirla. Dentro la ropa se apelotonaba, arrugada y casi sin doblar. Resopló. Fue sacando una a una las prendas de su marido y organizándolas en montones. Un montón con los pantalones, otro con los calcetines, otro con las camisetas y cada uno por colores y tonalidades. Menos mal que había sido ella la que había abierto la maleta, pensó. A ver que iban a decir sino de ese batiburrillo. Enojada ante la idea, bufó y se dirigió al aparador, donde, en una de las puertecillas inferiores, guardaba la plancha. Tirando, desenchufó la lamparita que estaba detrás del sillón donde su Faustino se sentaba a leer el periódico y ver la televisión y enchufó la plancha. De vuelta a la mesa, se agachó a recoger del suelo el sombrero de su marido que había rodado debajo de la camilla y regresó a la maleta.


Allí estaban los pantalones nuevos a los que les había tenido que coser el bajo la semana pasada y la camisa azul que le había regalado y que le quedaba tan bien. La levantó, estirándola y la puso al trasluz. «No puede ser», pensó indignada «ya la ha fastidiado». Al levantar la vista, se encontró de frente con el perro de Lladró de la repisita de las porcelanas que estaba otra vez mirando a la pared. No había nada que le pusiese más nerviosa que el perrito con la campesina mirando a la pared. Estaba convencida de que su marido lo colocaba así para chincharla. Cruzó de nuevo la habitación y con el trapo que llevaba siempre en el bolsillo del delantal, aprovechó para limpiar cuidadosamente una a una las figuras y dar un repaso al polvo de la estantería. Puso al can y su dueña mirando hacia la puerta, para que recibiese a los que llegaban a la casa y rezongando, se acercó a la mesa y a la mancha de la camisa. Se quedó unos momentos ensimismada mirándola. Le recordaba a la imagen de la Virgen de los Dolores que todas las Semanas Santas sacaban en el pueblo. Frunció el ceño y la apartó para lavarla más tarde. Clavó los ojos en su marido y lo increpó:


– ¿Cómo es posible que seas tan descuidado?


Acto seguido, cogió la plancha y comenzó a repasar con fruición todas las prendas. Su cuerpo se movía haciendo que hasta la falda se menease al compás de la plancha.

–Y no será porque no te lo repito hasta la saciedad, – continuó, –que te pongas la servilleta para comer, que luego te quejas de que te trato como a un niño pequeño, pero es que te portas como si lo fueras. Me tienes harta. Que luego la que tiene que ponerse a frotar, hasta que la mancha salga, soy yo.


Sin esperar respuesta, se dirigió a la habitación con las camisas dobladas en los brazos, mientras seguía, hablando por el pasillo en un tono de voz cada vez más alto.


– ¿De verdad ibas a marcharte con la ropa sucia y sin planchar? –gritó entrando a por los pantalones doblados. –Si ya te lo he dicho un montón de veces, que no sabes ni freírte un huevo. Pero ¿a dónde pretendías ir? Ni unas camisetas de felpa, Señor, que aunque ya haga mejor tiempo, seguimos en invierno.


Acabó de guardar la ropa, colocó la maleta en el altillo del armario y apareció de nuevo en la sala con el cubo, un bote de lejía y la fregona.

–Ya está. Toda la ropa planchada y guardada en el armario. No pensarías que iba a permitir que los vecinos se enterasen de que pretendías dejarme, ¿verdad?


Por último, fregó el suelo, frotándolo con energía hasta que no quedó ni una mancha.


«Ahora sí», pensó complacida. «Ahora da gusto entrar en esta casa. Todo en su sitio y con olor a limpio». Se asomó a la ventana. Acababan de encenderse las farolas de la calle. Después, miró un momento a su marido, en el suelo. La herida de la cabeza ya había vuelto a formar un charco de sangre. Suspiró, le dio un beso a la virgen de la medalla que lleva en el cuello, se persignó, se sacó el delantal, lo colgó detrás de la puerta, se puso el abrigo de pieles y salió.


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