Querida Srta Doe
Su cometario a mi binomio fantástico me ha traído a la cabeza el tango y a Melania Cholé. Aquí en confianza y sin que sirva de precedente (que tampoco quiero acaparar el blog) le hablaré de ella.
Melania Cholé
Era verano y acaba de salir de una relación. En realidad, la relación había huido de mí, y se había ido con otro más torero. Así que allí estaba yo, regodeándome en mi soledad, cuando ví, por primera vez, el nombre de #Melania Cholé en el escaparate de una librería.
Y como una mancha de fruta quita otra, Melania se metió en mi cabeza. Me pasaba las noches desvelado, llorando con Gardel un amor desconsolado por una mujer que , para mí, sonaba a tango. En mi delirio etílico, recuerdo arrastrar las sílabas de su nombre, al compás de una música suplicante que llevaba mis piernas.
Así fue como encontré en ella a la mujer ideal que contenía a todas las mujeres con las que yo querría bailar la vida. Me dejaba llevar por la pasión dando piruetas con las letras. Las hacía girar hasta que se mareaban y las convertía en la melena de Chelo que me acariciaba con la furia suave de la música argentina. Otras veces las lanzaba a un encuentro cuerpo a cuerpo del que era la sensual Eliana la que salía victoriosa, tras hacerle una quebrada a la eme. Le arrancaba lentamente las consonantes en las que se envolvía y veía ante mí a Ana desnuda en el lecho. A golpe de acordeón, que en el metro me parece insufrible, las encogía, les hacía un corte y me dejaba caer con chulería sobre la dulce Meli o. las alargaba en caminatas con Lana la melosa y entre violines y firuletes me enlazaba en el abrazo áspero de Malena, que siempre tuvo nombre de tango.
Cuando llegó el otoño, de tanto baile abrazado a la botella, Melania me dio cólicos. Se acabaron para mí las mujeres. Cambié el tango por fandango y me sacudí la melancolía con Ramón, un buen macho y olé.
Y si bien de su condición de macho no me quedaron dudas, resultó ser un triste y el fandango, pasó por mi vida sin pena ni gloria.
Andaba inmerso en una cumbia sabrosona con la que compartía risas y caipriñas, cuando Melania Cholé volvió a colarse en mi vida. Esta vez su nombre me hizo levantar la vista hacia el televisor que atronaba al final de la barra del bar en el que pasaba las tardes. El locutor hablaba de una escritora de éxito a la que, para variar, le gustaba la polémica.
Por un momento y hasta que me encontré con la imagen que me devolvía la pantalla, volví al tango y al romance de tres minutos. Lo solté enseguida. Una mujer con cara de virgen de Murillo y cuerpo de tigresa bien alimentada sonreía a la cámara desde un hocico apretado y parecía dispuesta a escupir al hombre que la entrevistaba. Sin embargo, su voz sonó como un ronroneo que me erizó la columna en una caricia. No me enteré de nada de lo que decía, pero decidí que tenía que conocerla. Tenía unos ojos que podrían calentar cualquier mirada, (cuando por fin conseguí conquistarla descubrí que también podían dejarte helado con solo mover una ceja) e iba enfundada en una especie de traje de neopreno negro con un escote que dejaba a la vista unas cebollitas que no daban ni para un guiso y aunque el traje le daba un aire entre mamífero marino resbaladizo y morcilla de Burgos a mí me dejó un sabor de boca que volvió varios días, antes de que pudiera digerirlo.
Si le ha gustado, puedo contarle otro día más cosas sobre Melania.
Y si sabe algo sobre esta cerdo danzante, ilústreme.
Antes de que su tierna figura puntease las plantillas de mi salón de baile, ya me había ganado con el relato de Melania. No solo espero que nos cuente más sobre ella, sino que se emplee con la máquina de escribir. Podría compartir cómo se repone cuando los posesivos tuyo/mía abandonan cualquier eficacia. He decidido darle algunas pistas en la nueva entrada.