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Re-escritura de cuentos

Sra Racho, espero que no se haya ofendido con lo que le dije el otro día a Miss Doe, bromeaba. No me quiero deshacer de ud. y los Ruchitos. Reconozco que ponen una nota de color a la escalera, aunque a mi los niños, ya se lo digo, mejor lejos. De todas formas, aunque eso de la LIJ no es mi fuerte, los cuentos de hadas y los cuentos maravillosos con toda aquella violencia no me dejan indiferente. He de reconocer que, como fuente de inspiración, no tienen precio. Y todo esto se lo cuento porque leí su entrada sobre los premios Andersen y me acordé de un #ejerciciodescritura que había hecho hace un tiempo sobre la re-escritura de cuentos. No es de Andersen, pero a ver que le parece. Supongo que no le costará adivinar cuál versioné.


 

Fecha de caducidad



Me llamo Erika y vivo en un almacén rodeada de fiambres. Fue el regalo de mis tías, un vale por la vida eterna.


Mis padres deseaban un hijo más que nada en el mundo, pero por más que lo intentaban (y lo intentaban mucho) no lo lograban. Se sometieron a todos los tratamientos de fertilidad que les ofrecieron,  hasta que finalmente, después de mucho probar, mi madre se quedó embarazada. Por desgracia nací con una rara enfermedad congénita y los médicos les dijeron que tenía los días contados. Imagínense el disgusto al conocer la noticia. Después de tantos años esperando, les salía una hija con fecha de caducidad. Mi madre, que era una mujer a la que pocos se atrevían a llevar la contraria y acostumbrada a que las cosas fuesen como ella disponía, no paró hasta dar con una solución. Viajó por todo el mundo consultando a médicos, especialistas y curanderos, y todos coincidían en que la ciencia no había avanzado lo suficiente. Por supuesto, eso no la detuvo;


si no había cura en la actualidad era cuestión de esperar. Y en Michigan le dieron la respuesta. La criogenización. Patti y Selma, mis madrinas (y las hermanas ricas de mi madre) se ofrecieron a pagar el proceso. Por desgracia, en España todavía no había ninguna empresa dedicada a ello. A base de insistir, mi madre consiguió que me hiciesen un sitio en Campofrío y que se crease un departamento de investigación dentro de la empresa con fondos de la fundación Walt Disney. Como ven, solo era cuestión de tiempo que acabase aquí mis días.


Pero a pesar de todas las premoniciones, la angustia y los preparativos, hasta los trece años fui su princesita. Podía pedir cualquier cosa que, ante el miedo a que muriera al día siguiente, me era concedida. Pero como ya sabrán, todo tiene su contrapartida. Mis padres eran unos plastas que no me dejaban ni un momento y tenía que soportar miles de visitas de interesados en estudiar mi caso para dar con la solución.


El día de mi decimotercer cumpleaños, después de mucho insistir, me dejaron, por fin, ir a dormir a casa de mi amiga Nieves con la promesa de irnos a la cama temprano.

Evidentemente, una oportunidad así, no se puede desperdiciar. Cogimos la ropa de su hermana mayor, nos arreglamos, nos pintamos y nos fuimos a la discoteca.


Era la fiesta de inicio de verano y había muchísima gente. Enrique Iglesias sonaba a todo volumen mientras todos lo coreábamos, bailando y saltando. Compartiendo sudor, entre empujones, llegué a la barra.


–Estás preciosa Erika, ¿te apetece que tomemos una copa para celebrar que ya eres toda una mujer?


Era Felipe, el profe de mates y el tío más bueno del instituto. Me estaba hablando a mí y Nieves se iba a morir de envidiar.


–No deberías estar aquí, tonteando con alumnas–le contesté sentándome a su lado y mirándole a los ojos con una sonrisa golosa.


Después de tragarme no una, sino tres copas, todo me daba vueltas. No puedo contarles mucho más. Lo último que recuerdo de ese día es que estaba contra una columna con su lengua en mi campanilla. Me faltaba el aire y no podía respirar. El resto es historia; Una ambulancia me llevó al hospital, con un paro cardíaco y en coma etílico, donde pusieron en marcha el dispositivo. Caí en una especie de sueño helador y me mantienen en una cámara frigorífica.


Cuando cumplí los veinticinco ya habían dado con la solución a mi problema de nacimiento. Un médico australiano, que vino contratado por la fundación, realizó un estudio sobre la actividad cerebral en los comas inducidos y la reparación de daños coronarios congénitos en procesos de congelación. Tiene su gracia. Él ganó un Nobel y yo sigo aquí más tiesa que la mojama ¿Se imaginan la cara de mi madre cuando le dijeron en Michigan que no habían pensado en cómo revertir el proceso? Así que, sí. Llevo curada ochenta años a la espera de que den con el sistema de descongelación de cuerpos criogenizados sin que las células se destruyan. Un detalle sin importancia, ¿no creen? Eso sí, mi cuerpo no envejece, a punto de cumplir los 94 y todo el mundo admira mi piel de porcelana, y mi cuerpo adolescente.


Durante este tiempo he visto a mis padres envejecer y cómo las técnicas de curación de jamones mejoran, y aunque me he hecho muchas pajas mentales, poco más sé del mundo. Al principio, mis padres pasaban a visitarme casi cada día y me contaban cosas e incluso Felipe apareció en alguna ocasión. Me llamaba “bella durmiente” y se divertía dándome besos y metiéndome mano. Decía que era para ver si despertaba. Duró poco. Las cámaras de seguridad lo grabaron y no le dejaron volver. Mis padres también dejaron de venir. Ya nadie me reclama y en Campofrío han decido donar mi cuerpo a la ciencia. Mi programa de criogenización expira hoy. Tengo el dudoso honor de ser el conejillo de indias de un innovador método de descongelación. Ya ha funcionado con cerdos, falta ver los resultados en humanos.


En unos momentos vendrán a por mí y volveré a la vida. O no. Pero en ese caso, quiero que me acompañen y sean ustedes testigos de lo que me ocurra, para que mi historia no se olvide.


Por fin saldré de la cámara frigorífica. Percibo el calor de las manos que me cogen y me transportan en una camilla. Una vida rodeada de ibéricos sin poder catarlos (y con tanto frio, ni siquiera olerlos) acaba para mí. Noto el traqueteo y el ambiente cálido. Estoy fuera. Me meten en una habitación y me colocan sobre un plato giratorio gigante. Cierran la puerta y en el reloj digital de números rojos, programan 20 minutos.


Dando vueltas dentro, noto como mis músculos se desentumecen y entro en calor. Salta el timbre; creo que se han pasado con el tiempo porque estoy muy caliente. Al otro lado un tipo me sonríe. No puede ser que mi médico este tan bueno. Palpito. Este calorcillo entre las piernas me indica que estoy viva. A lo que se ve, los impulsos adolescentes se mantienen. Esto hay que celebrarlo. En cuanto la puerta se abre salto sobre él y le planto un beso en los morros. Ya pueden irse, ahora ya me ocupo yo.


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