Querida Doe, esto se lo dedicó a ud. y además con un encargo. Echeme una mano, primaa.
Las gentes, incluidas las porcinas, tenemos las cabezas fatal y más en esta época pandémica y transparente en la que todo el mundo ofende o se ofende. Pero ese es otro tema. El caso, que cuando te poner a escribir hay veces en que no sabes que va a salir de ahí. Y esto me pasó con este ejercicio. Se trataba de escribir una historia en una sola frase. Al forzarte salen cosas. ¿qué le parece? ¿He hecho muchas trampas? ¿me lo corrige?
La aegría del amor
María de los Ángeles del Amor y la Alegría llegó a este mundo como un mal presagio antes de lo esperado en una noche oscura, sin estrellas y sin luna, una noche de nubes y lluvias torrenciales; y cuando le dio por llegar, su padre Don Gumersindo de las Flores estaba, como tantas otras veces, fuera de casa, en el bar del pueblo, donde alargaba las noches con la camarera y donde después de un dominó, echaba una partida de cartas y entre medio y medio se bebía sus copitas de jerez y se fumaba unos puritos que su suegro le traía de Cuba, regalados por el mismísimo Fidel, con el que hacía negocios: a cambio del dinero por la concesión para poner sus empresas en la isla, obtenía mano de obra barata, además de alguna visita a las sabrosonas cubanas esposas de sus trabajadores, pero esa es otra historia que ahora no viene al caso y nos desvía de lo que nos interesa: la noche en la que nació María de los Ángeles, la noche en que Mercedes después de empujar, sudar, gemir y retorcerse entre, almohadas mullidas, sábanas empapadas de sudor y toallas calientes (que nunca se sabrá muy bien para que sirven, pero siempre están en un parto en casa que se precie) y tras expresar como última voluntad el ridículo nombre de su hija, dejo de respirar; Fue también la noche en que Gumersindo se dio cuenta de cuanto la amaba, con ese amor que solo se sabe que se tiene cuando se pierde y que abrió una grieta en su corazón y le trajo la añoranza de tiempos pasados, esa que olvida las lágrimas y borra los días de invierno, los sabores agrios de comidas compartidas en silencio, los ojos que miran a otro lado, que no quieren ver; los ruidos a deshora, cuando todos duermen y no se pueden callar los enfados, un amor que lo empujó a la soledad tibia de una habitación llena de objetos que ya no tenían sentido y en la que estaba Teresita –hermana de Mercedes y la que sería la madre adoptiva de María de los Ángeles– aunque ese día, a Teresita, nadie la vio. Ella –a la que aterrorizaba el dolor de un parto y que siempre había deseado un hijo al que acariciar con sus manos de niña vacías de amor, diminutas y suaves, seguras y fuertes, de mujer que se aferra a la vida y busca llenarlas de deseo, se encontró con una hija postiza a la que alimentar, débil y expectante, dependiente; que la despertaba en mitad de la noche pidiendo un amor que a ella no le correspondía dar y que de pronto, contra todo pronóstico, por más que buscaba no encontraba y no podía entregar, que hacía que el aire no llegase a sus pulmones, que la ahogaba y la dejaba paralizada, indefensa, frente a un ser diminuto que le exigía su atención y la obligaba a buscar fuerzas, donde parecía no haber ni aliento y sin embargo, allí estaba, al lado de la hija de su hermana, el día que se dio la vuelta sola, cuando le escupió el puré de verduras en su vestido nuevo y la primera vez en que pronunció sus primeras sílabas, “ma-ma”, mirándole a los ojos, y Gumersindo que ya no jugaba al dominó ni le interesaba el bar, ni fumaba puros, él, que nunca cogía un bebé por miedo a que se le rompiese, a no saber cómo acunarlo y consolarlo y que no resistía los llantos, estaba loco con María de los Ángeles: le cantaba, la vestía y le cambiaba los pañales, le hacía pedorretas en la barriguita y la bañaba, agarrándola con la seguridad que le faltaba para agarrar la vida. Y fue así como Gumersindo, por primera vez, y casi por casualidad, una mañana de otoño, cuando iba a visitar a su hijita después de desayunar, vio a Teresita con ojos de hombre, y vio como los ojos de Teresita cambiaban de color cuando sus miradas se cruzaban y como una sonrisa se colocaba en su boca cuando él aparecía, y en ese momento Gumersindo sintió que su corazón se rompía de nuevo, en la misma grieta que creyó que el amor cosería con hilo de olvido y encontró la paz, pero la sentía vacía y la fue llenando de retales con los colores de los paseos al lado del río en primavera, con los renacuajos que nadan en la charca, los rojos de las tardes, cuando los días crecen y dejan el cielo en tonos rosados y añiles, con los momentos de juegos de su hija en la bañera, de castillos de arena, tardes de lectura, caricias, siestas de verano sobre la hierba, debajo de un árbol después de un picnic con tortilla y fruta fresca y sintió de nuevo que tenía fuerza; También supo que llegaría el desgaste de la convivencia y la desilusión, que los finales felices no son tales porque no son finales, que la vida no se para como en los cuentos, que es una apisonadora que va marcando el camino; y recordó a Salinas, “Vivir, desde el principio, es separarse”, y alzó a su hija, María de los Ángeles del Amor y la Alegría, agradeció a Mercedes su último regalo y beso en la frente a Teresita.
Wow. Wow. Wow. ¿Bromeas? Es una gozada de texto. No puedo más que aplaudirlo. Cuando leí que se trataba de "una historia en una frase" pensé que iba a lo Hemingway (ya sabe, aquello que supo concentrar en seis palabras: “For sale: Baby shoes. Never worn”), no pensé que fuese un relato a lo Joyce denunciando la caducidad de la exaltación amorosa. Me gustan mucho sus personajes, siempre. Debo hablar con el diseñador de la web, necesito varios corazones. (En la vida y en cada entrada del blog).
Como, a menudo, nos resistimos a los halagos señalo errata en el título (¿puede faltar una l?), pero solo para hacerme más creíble.