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Serie Crimen I. El precio de la libertad


Queridas vecinas de escalera, no es que las espie, pero piensen que vivo en el quinto, encima de uds. y cuando se ponen de cháchara en el descansillo uno oye aunque no quiera. Y ya no les digo nada de cuando berrean de balcón a balcón. Pero a lo que ibamos, que hace un tiempo, las escuche hablando de Endeavour y Los crímenes de Oxford, la serie negra y ETA y el terrorismo. Y me dió por pensar. Es curioso, esto de la violencia. El mal parece algo que nos fascina a todos, -aunque a unos les cueste más que a otros reconocerlo-.


Por otra parte, es un tema que da mucho juego a los escritores. Que te cansas de un personaje, pues te lo cargas. Que odias mucho a alguien, te inventas una historia, y al menos en la ficción, te deshaces de él. Que no entiendes cómo alguien puede hacer algo, compones un personaje y te metes en su mente. Yo, por ejemplo,  sin ir más lejos, me he dado cuenta de que tengo una fuerte tendencia al asesinato. No se asusten, por ahora me conformo con la ficción. No se trata de una amenaza. Les iré dejando mis relatos, los días que hagan mucho ruido por debajo de la puerta. Espero que los disfruten.


 

El Precio de la libertad


Suena el despertador. Se despierta sobresaltado con la imagen de los ojos de Fermín clavados en los suyos. Todas las mañanas desde hace tres meses, Iñigo se levanta a la misma hora. Esta vez tiene la bolsa preparada encima de la mesilla. La recogió ayer a las siete y aunque no la ha abierto, sabe lo que contiene. Sale de la habitación sin hacer ruido, descalzo y con la ropa en la mano. En silencio, entra en el baño. De forma distraída se viste; Él no se compra ni los calzoncillos, pero su armario parece el escaparate de una tienda de moda. Resulta que ahora para pasar desapercibido tienes que parecer casi un modelo de pasarela. Vaqueros a la última, camisa ajustada y jersey de cuello vuelto en colores claros. Lo único que le gusta de su nueva pinta es la barba. Por lo menos se ahorra afeitarse y los que antes decían que era de guarro desaliñado, ahora la aplauden; no deja de sorprenderle esto de las tribus urbanas. Ahí fuera deben estar bajo cero y no acaba de acostumbrarse a las temperaturas gélidas ni a las noches largas y los días mínimos; pero no es él el que escoge donde le toca vivir. Antes de salir se sirve un café muy caliente, se abriga y sale a la calle con su bolsa de deportes. La piscina forma parte del entrenamiento, pero para él además, es su tiempo para tranquilizarse, sacar sus demonios y limpiarse por fuera y por dentro. Y más hoy, que se acerca el momento. Ya lo conocen y al entrar le saludan. Esta mañana está Sven en la recepción. Debe tener casi cincuenta años pero es de cuerpo atlético y rosado, como si lo acabasen de sacar de una cazuela. Con esos brazos largos y esos bigotes ridículos parece un camarón recién hervido. Pensándolo bien, alguna vez lo ha visto dentro nadando y lo cierto es que podría quitarle la cáscara y comerse la cola. Se sonríe. Por cómo le mira, sabe que además a Sven no le importaría que antes lo untara en mayonesa. Pero no es cuestión de complicarse la vida. Por el camino a los vestuarios va saludando. Tiene la impresión de que los conoce a todos. Siempre le pasa en los gimnasios, los mismos cuerpos con distintas caras. El gordito eterno, el tirillas, el ligón, el musculitos, el viejo verde… Las motivaciones de la gente para ponerse en movimiento le fascinan. Él tiene que estar en forma porque es parte de su trabajo, pero por qué madrugan y por qué se machacan los demás de esa manera, es un misterio. A través de los cristales distingue a Aitor jugando al paddle. Aunque están en el mismo equipo, en público ni se miran. Hoy, sin embargo, han quedado y se irán juntos. Ya le preguntará quién es la morena que lo acompaña en esta ocasión. No parece su estilo. Aunque últimamente, o su compañero ha cambiado de estilo, o simplemente en un pueblo en mitad de las montañas no hay mucho más donde elegir. Iñigo camina muy erguido, sabe que su cuerpo musculado llama la atención. Es muy alto y su color de piel aceitunado resulta exótico en estos parajes. Preferiría que no fuese así, pero lo cierto es que la gente parece encantada de que se les acerque a hablar y eso va bien cuando se trata de conseguir información. Responden sin pensarlo a las preguntas más indiscretas. Llega al vestuario, coge la llave de su taquilla, deja la mochila encima de uno de los bancos blancos y lentamente se quita la ropa, la dobla con cuidado y después de ponerse el bañador, colocarse el gorro en la cabeza y la toalla al cuello, se dirige a la salida. No mira a nadie pero se sabe observado. Es consciente de que cuando está, nadie puede quitarle los ojos de encima, pero, y de eso vale seguir las modas y convertirse en un estereotipo, cuando desaparece nadie es capaz de describirlo. Ha aprendido como cambian a una persona el pelo, las ropas y las compañías y aunque al principio le parecía divertido, lo cierto es que empieza a cansarse. Cada tres meses nuevo destino, nuevo armario, nuevo compañero… Nada permanece. Por eso es tan hábil en entablar conversaciones, y también por eso no tiene amigos. Por eso y porque después de Fermín, prefiere no tenerlos. Mientras piensa en todo esto se dirige al agua. Se ajusta el gorro, deja la toalla colgada y juntando los pies en el borde de la piscina, se impulsa de un salto. Se sumerge de forma suave; primero los brazos, después la cabeza y por último el resto del cuerpo. Nota el cambio de temperatura inicial que le refresca y le despeja. Le encanta la sensación; le llena de energía. Pronto se pondrá en movimiento y dejará el pueblo hacia un nuevo destino. El agua le moja el rostro. Sacude la cabeza y ve otra vez el susto reflejado en la cara de Fermín. Lava sus pensamientos; se centra otra vez en su respiración, mueve rítmicamente los brazos y las piernas, expulsa el aire por la nariz. Otra vez. Todo a cámara lenta; la sangre, los sesos desparramados en la acera, el grito de la niña tras el impacto. Fermín la aprieta y luego se queda sin fuerza, suelta la mano de su hija y cae, clavándole los ojos con una interrogación en el rostro. “Solo si conocen nuestra fuerza se sentarán a negociar, tienen que aprender a respetarnos”. Eso le dijeron. ¿De verdad era necesario? ¿Delante de la niña? ¿tenía que hacerlo él? Otra brazada. El aire sale de su nariz haciendo burbujas en el agua, le cuesta respirar, no puede coger el ritmo, inspira, cuenta tres y expira. Necesita concentrarse en el agua, suprimir los pensamientos. Mueve la cabeza fuera del agua, coge aire, esconde la cabeza, suelta el aire por la boca. Bracea con rabia, solo oye su corazón, el agua que salpica cada vez que mete un brazo, las gotas que salen despedidas cuando golpea con las piernas, pierde la noción del tiempo. Toca la pared, giro y otra vuelta, resopla. Nunca ha dudado de las órdenes, ni ha sentido culpa, pero Fermín era su amigo. Esos ojos, quiere borrarlos. Está agotado, no puede más, sus brazos caen sobre el agua como aspas, primero uno, luego el otro, de forma explosiva. Tiene que seguir, sacarse la sensación, recuperar el equilibrio. Sí, era necesario. Esto es una guerra, nadie dijo que fuera fácil. El aire entra rítmicamente y sale; las imágenes se borran, la sangre se diluye. La respiración se calma. Sale del agua. En el vestuario tiene la bolsa con el rifle, el próximo objetivo le espera. “No hay que mirar atrás, es el precio de la libertad”. Eso se repite.


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