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"El infinito en un junco": Mil mundos en un libro


Hace unos días escuché en la escalera la conversación entre mi casera con la sra. Racho. Entre la puerta de roble y mis acolchadas orejas tuve que hacer vacío en el vano para captar la conversación. Srta. Doe se ponía muy pelma con el libro, con los fragmentos, el estilo y los subrayados. Fue tal su insistencia y alabanzas que, aprovechando su brindis a darle uso, me dejé caer en la biblioteca para echar el colmillo al volumen en cuestión. Las solapas recogen aplausos de autores como Luis Alberto de Cuenca, Luis Landero, Varga Llosa, Alberto Manguel (descálcense), Maruja Torres (¡qué chavala!), Sergio del Molino o Rafael Argullol. La faja apunta la 13ª edición (ojo, en un ensayo) y premios varios como los de “Las librerías recomiendan”, que son unos seres a los que me gusta tener siempre en consideración.

La autora, filóloga clásica de formación, escribe como los ángeles. Desgrana a través de sus páginas mil historias, temas y nombres de quienes durante la Antigüedad, desde el papiro, las tabillas y los rollos, hicieron del mundo un lugar mejor con el cuidado y alimento de los libros, también con sus fragilidades, destrucciones y evoluciones. A pesar de ellas. Un axioma está presente a través de las más de 400 páginas: la vigencia del pasado en la actualidad (ésta y las futuras), desde que el mundo es mundo. Puede sonar manido, pero también resulta necesario reconocer que Lucrecio, Demócrito, Epicuro o Marcial debieran ser escuchados para seguir comprendiendo nuestro día a día. Saber que se leía en voz alta, que se buscaban las colecciones de libros, que se abrían un mundo en que cada rollo. En cada tabilla. En cada letra. Me fascinó descubrir tantas otras voces anónimas, silenciadas, de mujeres y hombres que creyeron que su tiempo también era único; no sólo por descubrirte en sus ojos, sino también por dar luz a historias que fueron amortiguadas con el humo, el tiempo y la arena.

Además, lejos de quedarse en Alejandría, Macedonia, la polis ateniense o Roma, Irene Vallejo, conocedora de relatos, del arte de la escritura y todo tipo de sinapsis, realiza saltos temporales sin red para culminar bellas analogías. Este cerdo asintió con el corazón compungido en aquellos lugares comunes: las reflexiones sobre los libros como oxígeno en los campos de concentración (como ayudaron a resistir a Victor Frankl y otros abandonados en los infiernos); redundar el paraíso en las visitas a las librerías de viejo (retomando la magnífica historia de Helene Hanff y su librero londinense en 82, Charing Cross Road) o la defensa de las bibliotecas como centros cívicos imprescindibles (Susan Orlean en La biblioteca en llamas narró no sólo la historia de cómo, en 1986 tras horas de fuego, 400 mil libros se convirtieron en ceniza y otros 700 mil quedaron dañados en la Biblioteca Pública de los Ángeles. Casi ningún periódico reflejó la noticia porque, en el otro lado del mundo el mayor accidente nuclear de la historia reclamaba la mirada internacional: Chernóbil. El volumen extraordinario ahonda en la reflexión sobre la lectura y nuestra necesidad de comunicación).

Me niego a descabezar cualquier anécdota de las maravillosas que reúne Vallejo, carezco de su maestría para transmitir tanta pasión y entrega. A lo largo de su lectura solo podía pensar ¿cómo se las ha ingeniado esta muchacha para documentarse, reunir, relacionar y ordenar tantos hilos, tantos juncos infinitos? Pocos días después de comenzar la lectura un tuit me llenó el corazón de júbilo no sólo por la estampa bellísima en esa playa, si no porque parecía actuar de eco de unas de las líneas del libro: “Si alguien lee para ti, desea tu placer; es un acto de amor y un armisticio en medio de los combates de la vida”. Cuando rematé sus páginas dejé mis patas colgando y comprendí lo que mi casera había escrito a mano en sus primeras páginas: “Inagotable y hermoso”. No puedo estar más de acuerdo. Corred a hacerlo vuestro.


Irene Vallejo: El infinito en un junco.

Madrid: Siruela, 2020, 450 pág.

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